Esta mañana quiero regalar al lector, un hermoso cuento, uno de los que desde este blog, al menos, nos parecen más entrañable de Medardo Fraile, autor, de la Generación de los Niños de la Guerra, que moría en su casa de Glasgow ayer mismo, 9 de marzo, muy temprano, mientras los pájaros de su jardín se aclaraban la voz para sus primeros cantos.
EL ÁLBUM
Entraron aprisa en el café y se sentaron. La impaciencia les encendía los ojos al dejar el paquete sobre la mesa. Ella, apenas sentada, comenzó a abrirlo, mirando con amor, alternativamente, la cinta roja sobre el papel y el rostro de él con ligero orgullo protector y expectante.
—¿Qué van a tomar?
—Café con leche, ¿y tú?
—Lo mismo.
En la mesa apareció con pastas de color azul marino, como el traje de los días señalados, el álbum de las chocolatinas. Era un gran día. Habían hablado de él como se habla de cuándo llegará un niño. Aquel álbum representaba el tesón del novio en su niñez, que había reunido una estampita tras otra hasta cubrir todas las ventanillas sin paisaje de aquel libro difícil. Sus compañeros de colegio —él lo recordaba— habían dejado en el álbum huecos de desamor y desidia.
Y el álbum, ahora flamante sobre la mesa, mostraba la solicitud en el tiempo de un hombre cuidadoso, fiel toda la vida a sus más inocentes alegrías, al objeto de su ilusión más nimia. Para la novia, aquel álbum azul implicaba tesón y constancia. Tenían sobre la mesa el café con leche del amor humilde, pero tenían también dentro del libro las maravillas todas del Universo, y se pusieron a deshojarlas con lentitud morosa, como si en ello les fuera su felicidad, el sí o el no.
—No; hoy Las Mariposas, no —decía ella con tremendo gozo—. Hemos visto ya Los Grandes Inventos.
1ª ed. original de A la luz cambian las cosas; Torrelavega, Ediciones Cantalapiedra, 1959; con un dibujo de Rafael Zabaleta.
Cada hoja les aproximaba, día tras día, un poco más. El día de Las Mariposas ella balanceó sus pestañas en el aire hacia un hombre joven que estaba enfrente sentado, y él —el novio— tuvo celos. Pero ella ni había mirado siquiera a aquel hombre: quería simplemente mariposear con sus finas pestañas. El día de Las Aves Domésticas proyectaron un canario naranja transparentándose en el hogar que tendrían, en la ventana con sol. "Mejor, blanco", insinuaba él. "No, tiene que ser naranja", decía resuelta ella, entornando los ojos como si les dañara el agridulce color del pájaro. Las Aves Exóticas pusieron sobre el pelo de ella, suave, un sombrerito atrevido de vistosas plumas en una tarde con risa en el mundo y champagne y confetti. En Flores Para Regalo él la obsequió con doce tulipanes para que no olvidara alguna cosa. Al llegar a Animales Prehistóricos, tuvo ella miedo y se acercaron más. Él quiso continuar más días viendo Los Animales Prehistóricos, pero ella se negó y entró en la hoja rutilante de Las Piedras Preciosas. Ante Las Piedras Preciosas él anduvo receloso por sentimiento atávico. Veía en los ojos de ella cierta cortesana desfachatez, ciertas desmesuradas pretensiones, que le tuvieron en desazón toda la tarde y que interpuso entre ellos una pastosa frialdad anfibia. En Las Algas enredaron sus dedos, manos, brazos, miradas y palabras. Con La Evolución del Automóvil lo pasaron bien, dieron enormes saltos y frenazos bamboleantes sobre sus sillas. Con Las Fieras se identificó ella de tal forma, que los ojos se le llenaron de instinto y él se encontró como un domador trágico que de un instante a otro podía perecer. Con La Fauna del Mar cruzaron una y otra vez por los ojos de él y de ella los peces cariñosos, perezosos, suaves, del amor, y estuvieron pasando toda la tarde mansa, humildemente. Al llegar a Las Frutas, ella, con un rubor, posó su mano sobre las manzanas para que él no tuviera ningún pensamiento avanzado, para que no pensara como Adán.
Terminaron el álbum, y estaban tostados y palpitantes como después de un largo viaje. Era como si volvieran con los mismos recuerdos de una luna de miel respetuosa. Ella esperó todos los días —sobre todo el último— a que él dijera: "El álbum para ti, te lo regalo". Pero no lo hizo. Llenar aquel libro de cromos había sido la gracia de su niñez, le había proporcionado entrada de honor en todas las visitas. Y cogió su álbum y se lo guardó. Ella, de haberlo tenido, le hubiera devuelto su regalo en palabras llenas de entendimiento y colores, en experiencia del mundo, en primores de planta y honduras de mar. Pero así las tardes fueron enfriándose, se aburrían y hacían tos de las palabras rotas. Y un día ella —que se había enamorado de aquel álbum— le dijo adiós a él. Y él tendrá que sacarlo de nuevo en su vida, cuando llegue la hora, sin atreverse a regalarlo nunca.
2 comentarios:
Para este cuento viene perfectamente la cita del autor que pusiste el día anterior: "Decirlo todo sin contarlo..."
Mª Ángeles
Magnífico ejemplo de la pluma de Merardo Fraile. Lástima que muchos le conozcan ahora a causa de su fallecimiento. Inmortal en sus escritos, como todos los grandes.
Publicar un comentario