En
la muerte de Eduardo Galeano
Eduardo Galeano nació en Montevideo el
3 de septiembre de 1940 y ha muerto en la misma ciudad el día 13 de abril de
2015. El tiempo comprendido entre ambas fechas se puede llenar con exilios,
libros, nombres de amigos y de enemigos, numerosos premios, doctorados Honoris
Causa, campañas de descrédito…, en suma, la habitual construcción, a partir de
un cúmulo de datos varios, del perfil con el que enciclopedias y estudios de
todo tipo guardarán su figura para la posteridad. A la hora de entrar en
valoraciones más subjetivas, se podrá elegir, en función de la ideología de quien
escriba, entre el panegírico y el reconocimiento, cómo no, con matices, pues
siempre habrá a mano una frase que descontextualizar.
Sin
embargo, con todo ello no lograríamos dar una idea cabal de la auténtica
dimensión de Galeano, que radica en su! extrema humanidad. ¿Y cómo abordar
semejante tarea? Conscientes de nuestras limitaciones, permítasenos rememorar
uno de los muchos actos públicos en los que participó a lo largo de su vida,
pongamos una tarde de finales de primavera, por ejemplo un 7 de junio de 2012,
en Madrid, en La
Tabacalera. Pero no, no se trata de hablar de las grandes
colas, de la sala abarrotada, de los atronadores aplausos con que fue recibido.
Quien sea asiduo de las salas de conciertos o de teatro, sabe que, al margen de
los éxitos prefabricados por la mercadotecnia, hay otros que surgen, naturales,
de la excelencia de la interpretación; entonces se crea una atmósfera especial,
casi física, que todo lo penetra y arrebata. Algo así es lo que se produjo
aquella tarde de junio en Madrid: se advertía en los rostros, en las miradas
cómplices, en las sonrisas sinceras, en el nudo en la garganta de cada uno de
los asistentes. Y aquella convulsión la producía una persona que, sobre un
improvisado estrado, con voz pausada y tono calmo, iba desgranando historias
que, con inusitada suavidad, condenaban con excepcional dureza todas las
injusticias del mundo.
Allí,
delante de todos, había una persona que nos conmovía, en el sentido más literal
del término, no porque dijese cosas bonitas, sino por la suave firmeza con la
que aquellas palabras, hermosas sin lugar a dudas, despertaban en el público la
conciencia de lo que muchas veces pensamos y no nos atrevemos a decir. Porque
allí delante había un Ser Humano, con mayúsculas, que con delicada firmeza
denunciaba la injusticia para con el otro, ese otro siempre olvidado porque,
marginado de toda condición, queda recluido en alguna periferia: el indígena en
un mundo de occidentales, la mujer en un mundo de hombres, el pobre en una
sociedad de ricos, el (supuesto) fracasado en una sociedad de (falsos)
triunfadores, el loco en un mundo de cuerdos, el libre en un mundo de dogmas.
Porque allí un Ser Humano, con mayúsculas, reivindicaba en cada una de su! s
palabras, en cada uno de sus gestos, en cada una de sus miradas, la dignidad,
siempre mancillada, de las personas.
Y todo sin alzar la voz, sin un solo grito, con un ritmo sosegado pero constante que, como su prosa, concisa, directa, aparentemente sencilla, ahorrando palabras para decir todo, penetra lentamente, como gotas de agua, en el ánimo de quien lo escucha (o lee).
Y todo sin alzar la voz, sin un solo grito, con un ritmo sosegado pero constante que, como su prosa, concisa, directa, aparentemente sencilla, ahorrando palabras para decir todo, penetra lentamente, como gotas de agua, en el ánimo de quien lo escucha (o lee).
Porque para que a uno le oigan no es necesario gritar, basta con tener
razón. Y Galeano la tenía.
1 comentario:
El otro día en clase, hablamos sobre Eduardo Galeano y comentamos una cita literaria de él.
Rubén Ayén Galera 1ºBHCS-B
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